Colmenas de diferentes tonalidades y tamaños;
cubos de ladrillo que guardan la vida
de millones de personas,
autómatas
que no ven a Dios en el vuelo de las golondrinas
que los sobrevuelan
en el horizonte,
delante de un cuadro de equilibrio
que se repite día tras día:
azul, casi verde, naranja, rojo...
el difuminado atardecer.
Las nubes, grises y blancas,
parece que no se mueven pero, al mismo tiempo,
no dejan de moverse, como la vida misma,
en el desequilibrio del equilibrio,
en el equilibrio del desequilibrio.
Ante el cielo y las montañas
a lo lejos, y las aves
(que su canto tapa el ruido de los coches)
el cemento no tiene interés;
bajo la monotonía todo es aburrido,
nada tiene sentido.
Pero bellos son los pequeños detalles
y el asombro,
como niño descubriendo las maravillas
del mundo natural.
El fluir nos transmite su sabiduría:
el equilibrio como armonía;
Dios-paz; bondad-amor.
Todo es uno, decía Heráclito.
Aún quedan árboles,
pocos en la agonizante ciudad.
¿A dónde van? Diles que se paren,
que respiren, que sientan la vida.
El pájaro no se aburre
y no compra lo que a nosotros
nos dicen que compremos,
solo vive; vive y fluye,
en armonía.